David Pérez Anaine – @davidp2190– Periodista UMaza

En la literatura existe un código no escrito, un acuerdo tácito mediante el cual el lector se compromete a aceptar la lógica y la realidad que el autor le propone en el texto. Este pacto ficcional, que también tiene vigencia en el teatro y el cine, permite que la narración de la historia sea efectiva y amena. Durante el tiempo en que está vigente este pacto, el lector o espectador de cine/teatro suspende su incredulidad abriendo su cabeza a eventos imaginarios, situaciones por demás extrañas y personajes fantásticos. Mientras más verosímiles sean los escenarios y los actores que intervienen, más sólido será este acuerdo.

Con los avances del feminismo en todas las esferas sociales, políticas y culturales, parte de la crítica literaria pasó a caer en manos de grupos intelectualoides de izquierda que comenzaron a cuestionar infundadamente las obras del canon clásico. Estos movimientos, consustanciados con las ideas de género pregonadas por parte del marxismo cultural -posicionamiento “muy moderno” para los tiempos que corren-, comenzaron a operar para abrir diversos debates en torno a temas como (lo que ellos consideran) machismo dentro de la literatura, el rol de la mujer dentro de las narraciones y la inclusión de minorías sexuales y étnicas, entre otros aspectos que nada tienen que ver con lo estrictamente literario. En otras palabras, estos nuevos paladines de la moral y del buen pensar procuraron cuestionarse la idea de porqué la literatura es literatura y no un vehículo mediante el cual profesar los preceptos incluidos en la nueva agenda LGBTQ.

Esta moda ideológica y anticientífica, que desprestigia el estudio de autores y obras que han logrado trascender y perdurar en el tiempo, llegó a las facultades de letras de todo el mundo. Los catedráticos más cool hicieron su aporte a la causa adaptando sus programas curriculares a los nuevos tópicos, dando como resultado una propuesta de estudio de literatura con “perspectiva de género”. Esta prostitución científica cuestiona los comportamientos machistas (?) del lobo y las actitudes sumisas del personaje de la niña dentro de La Caperucita roja; se molesta por la falta de paridad de género entre los personajes de Los tres cerditos, pone en el centro del debate si La bella durmiente fue acosada por el príncipe que la despertó o se pregunta porqué el personaje de El principitode Antoine de Saint Exupery es un varón y no una mujer. Estos, entre muchos otros planteos ridículos que no tienen nada que ver con el estudio de la literatura, se presentan como material científico entre los estudiantes de Literatura y carreras afines.

Fuente: https://www.actualidadliteratura.com/

El presidente de Argentina, Alberto Fernández, en uno de sus primeros actos como mandatario, presentó un plan de lectura junto a un grupo de escritoras feministas en donde no solo demostró su poco interés por la literatura sino que cometió errores que la máxima autoridad de un país no puede cometer. No debería sorprender que, siguiendo la línea del expresidente Menem, haya hablado sobre las novelas de Jorge Luis Borges. Además de dejar en claro que no conoce las obras ni los géneros de los más destacados hacedores de nuestra cultura literaria, demostró que este programa de gobierno busca perseguir objetivos políticos y no académicos. No es coincidencia que se haya mostrado junto al ministro de Educación, Nicolás Trotta, que en las últimas semanas quedó expuesto en las redes sociales luego de no poder resolver correctamente un ejercicio matemático y por un grupo de militantes feministas disfrazadas de literatas que ven en esta iniciativa una herramienta para seguir descalificando –gratuitamente- las obras más importantes de la literatura universal solo porque no se ajustan a los “estándares actuales”.

El escenario es complejo: estamos frente a un grupo de militantes políticos que no puede entender que toda obra literaria es ficcional por el solo hecho de ser literaria. Incluso si la misma está basada en acontecimientos reales. Hablamos de un grupo de adoctrinadores seriales con poder que está peligrosamente convencido de que los escritores clásicos son máquinas de reproducir “estereotipos machistas”. Hay una manía no solo por intentar modificar la realidad a fuerza de leyes de género -como si la biología pudiera cambiarse a través de una norma jurídica- sino también hay una ambición todavía más peligrosa que busca reescribir y moldear las ficciones en nombre de objetivos políticos y extraliterarios para disfrazarlos de material académico y presentarlos como bibliografía obligatoria en las instituciones educativas de todos los niveles.