Sin dudas, la cuarentena orquestada por el presidente Alberto Fernández y diseñada por su grupo de infectólogos militantes (médicos que dejaron los principios deontológicos de lado y accedieron a adaptar la ciencia a las necesidades de la política partidaria) está prácticamente agotada a los ojos de gran parte de la opinión pública.

Este grotesco experimento social, que se desarrolló de forma simultánea en casi todos los países del globo, nos dejó -entre otras cuestiones- una economía destruida, 90 mil empresas quebradas, 4 millones de nuevos desempleados, cientos de miles de alumnos a los que no se les pudo garantizar el derecho a la educación, importantes olas de suicidios de las que nadie habla y un atentado contra la salud mental de hombres y mujeres que no tiene antecedentes en la historia moderna.

El supuesto segundo brote del virus chino, que comenzó a ser advertido desde hace algunas semanas por los representantes de la infectadura oficial, nos encuentra (a nosotros) en plena temporada de verano. La costa atlántica -destino turístico favorito por antonomasia- fue invadida por una infinidad de grupos de jóvenes que entienden que tienen el derecho de comenzar a recuperar parte del tiempo perdido y que no están dispuestos a cumplir los ridículos protocolos impuestos por los miembros de la tiranía sanitaria.

Por su parte, los medios de comunicación tradicionales optaron ser los garantes y comisarios del cumplimiento de estos preceptos irrisorios que no solo atentan contra nuestros derechos individuales contemplados en la Constitución Nacional, sino que arremeten contra nuestra libertad individual, nuestra dignidad y nuestro honor. Al parecer, infundir miedo a través de la difusión del conteo de infectados y muertos diarios, al igual que mostrar imágenes de hospitales saturados y entrevistas a médicos militantes, no fue suficiente para contentar a los promotores del encierro y el control social.

Periodistas, conductores, panelistas y movileros -que no se vieron perjudicados laboralmente, ya que su actividad fue considerada esencial durante el periodo de encierro- asumieron el rol de “fiscales de la cuarentena”, escrachando y cuestionando a todo adolescente dispuesto a ejercer su libertad y su derecho a aglomerarse en las distintas playas de la costa argentina. Más de un periodista fue ridiculizado por la perspicacia de algún joven turista instruido que defendió su derecho a divertirse.

En este marco, nadie iba a ser tan inocente como para pensar que estos mismos chicos que fueron obligados a cumplir restricciones absurdas que no sirvieron para nada iban a volver sus hoteles o residencias para descansar después de un día de playa. Sin dudas, ante la falta de boliches y fiestas legales, iban a florecer tantas fiestas clandestinas que ninguna fuerza de seguridad iba a poder dar abasto.

Con la apertura de la temporada de verano, aparecieron las fiestas clandestinas en cada lugar donde había un grupo de jóvenes con ganas de festejar. El estado presente, ya conocido por el fracaso de sus políticas sanitarias, encontró en este segmento el chivo expiatorio perfecto para explicar un aumento en el número de casos que ya están dando paso a la llamada segunda ola. Por lo visto, el paquete de publicidades que tienden de demonizar al ciudadano que cuestiona los protocolos del estado ya no convencen ni a propios ni a extraños.

Tampoco se puede seguir creyendo en el comunicador mediocre que no puede evitar eyacular al aire cada vez que habla de la importancia del barbijo, del uso del alcohol en gel y del distanciamiento social.

El periodismo seguirá transmitiendo -en vivo y en directo- esta nueva revolución sin sangre que dará lugar a la caída de la dictadura sanitaria impuesta por el presidente Alberto Fernández en marzo del año pasado. Aquí, miles de jóvenes de todas partes del país burlarán los protocolos y medidas preventivas impuestas por infectólogos insulsos que ya no saben qué hacer con sus dos minutos de fama y que ya son víctimas de una condena social muy fuerte.

La revolución se dará de forma espontánea en las playas, bares y discotecas donde no rija el uso del barbijo y donde todos bailen apretados y compartiendo vasos. Todo esto, ante la mirada impotente de un “estado presente” que deberá entender -por las buenas o por las malas- que la libertad de los ciudadanos no puede estar por arriba de un (falso) problema de salud pública.