“Hombre, pueblo, Nación, Estado, todo: todo está en los humildes bancos de las aulas”. Con esas sencillas y fuertes palabras nuestro gran presidente, docente y prócer Domingo Faustino Sarmiento describía, hace 150 años, la importancia de la educación como pilar fundamental para el desarrollo y progreso de un país joven y con voluntad de aprender.

Podemos observar -y los hago parte, estimados lectores, de este análisis- que Sarmiento estaba haciendo una expresa referencia al aula como ese espacio esencial y sagrado donde se llevan a cabo -a diario- miles de situaciones educativas que tienen como principales protagonistas a todos los actores institucionales de la escuela. Hablamos de ese maravilloso templo donde no solo se comparten experiencias académicas, sino también donde se educa en valores y humanidad.

El proyecto educativo revolucionario de nuestro prócer tenía como objetivo, entre otros aspectos, terminar con los privilegios de un sistema escolar que había sido diseñado especialmente para varones blancos, criollos y católicos que pertenecían a familias pudientes y a los que se formaba para ser los líderes políticos del mañana.

Lamentablemente, hoy, con las ventajas y las maravillas que nos ofrece el siglo XXI, volvemos a ver cómo el derecho a la educación solo queda reservado para estudiantes cuyas familias tienen la capacidad económica para brindarle a sus hijos las herramientas necesarias que exige la modalidad virtual.

Según los datos aportados por Agustín Claus, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flasco), en Argentina 1,5 millones de alumnos de distintos niveles se desvincularon del sistema educativo durante el año 2020 producto del cierre de las escuelas. La situación es todavía más desalentadora en esta parte del continente: según UNICEF, 3 de cada 5 niños que perdieron un año escolar en el mundo durante el año pasado viven en América Latina y el Caribe.

A pesar de que en Argentina está vigente la Ley de Educación Nacional (20.206), sancionada en el año 2006, normativa que regula a la educación como un bien público que debe ser garantizado por el estado nacional para todos los estudiantes, el presidente Alberto Fernández decidió -por motu propio- suspender las clases presenciales en el Área Metropolitana de Buenos Aires con la excusa de la situación epidemiológica por el Covid-19. Además, les dio potestad a los gobernadores de todas las provincias para que sigan su ejemplo.

En otras palabras, el estado nacional tomó la determinación de privar del derecho a la educación a cientos de miles de alumnos que no cuentan con conexión a internet ni con los dispositivos para poder estudiar bajo la modalidad virtual, con el pretexto de la llamada “segunda ola”.

Según los datos oficiales proporcionados el ministerio de Educación de la Nación, los casos positivos por Covid-19 en las escuelas representan un 0,12% en los alumnos y un 0,79% en los docentes. Estos números no justifican, de ninguna manera, el cierre de los colegios en la República Argentina.

La misma Sociedad Argentina de Pediatría, en conjunto con UNICEF, aseguró que la escuela es un lugar seguro. Sin embargo, la clase política parece estar dispuesta a pagar el enorme precio que representa cerrar las aulas con tal de seguir manteniendo un paquete de rigurosas medidas restrictivas que fracasaron durante el año pasado y que ya están agotadas a los ojos de la opinión pública.

Poco se habla de los efectos negativos que tuvo -para los estudiantes de todo el país- el cierre total de colegios en el ciclo lectivo 2020. Un documento elaborado en febrero de este año por el observatorio “Argentinos por la educación” indica que la interrupción de clases presenciales ha tenido consecuencias sociales, mentales y físicas en los alumnos. El estudio habla de secuelas vinculadas a la pérdida de aprendizajes, desigualdad social, impacto en las posibilidades futuras de empleo y efectos sociales y en la salud de los estudiantes.

Como si esto no fuera poco, esa misma opinión pública que reclama por el derecho a la educación de sus hijos se ve desorientada cuando el presidente de la Nación -con un tono paternalista- le dice que deben cuidarse, quedarse en casa y respetar los protocolos impuestos de forma arbitraria por las autoritarias sanitarias; mientras, en paralelo, se celebran velorios multitudinarios de exfutbolistas y funcionarios públicos sin ningún miramiento.

Ya se robaron un PBI, se robaron las vacunas (que podrían haber sido destinadas a los docentes)… ¡no le roben el futuro a nuestros los niños, señor presidente!