Gabriel Dávila

¿Cuándo será la última vez que hagas esas cosas de la vida qué realmente valen la pena, esas cosas que hacen que el resto del tiempo sea «esperar hasta qué»? ¿Cuándo será la última vez que te mees de risa, que compartas una charla con amigos, que hagas el amor, que escuches música, que leas, qué escribas o qué juegues un partido de fútbol? ¿Cuándo será la última vez que entres en ese estado de felicidad pelotuda que justifica todo, el antes y el después?

Nadie sabe cuándo, sólo existe la certeza de que en algún momento ocurrirá. En ese caso, me gustaría que suceda como en la despedida de ese 7 a la antigua: Que pase como un partido más; como un milagro más que vence a la mediocridad de la rutina. Que la emoción de vivir el último, no me arruine la emoción de un picado nuevo (en este caso). Ya bastante difícil es que te de bola la pelota para que encima sea la última vez.

Mi tío “Gato” era gallina a muerte. Amor que contagió a mi mamá y por efecto derrame llegó a mi hermana y obviamente a mis primas.

Cuando no sabía qué hablar con él, el fútbol te la zafaba. Los hombres nos dividimos (normalmente) en dos bandos: los que cuando no sabemos sobre qué hablar, hablamos de fútbol o los que cuando no saben de qué hablar, hablan de autos.

Cuando caes con alguien que está del otro lado, es realmente un problema. Porque el tipo te va a hablar de autos como si vos fueras el hijo de Michael Schumacher, y para no quedar como un boludo, uno trata de hacer ruidos de motores que te permitan zafar. Decís uff, puff, y otras onomatopeyas que suenen similares, cuando te hablan de marcas o de cigüeñales. Todo sirve para no quedar tan cuadrado.

Lo cierto es que mi tío estaba en el mismo bando que yo. Lo cual era una suerte, porque siempre era lindo hablar con él (no solo de fútbol, pero esa solía ser la puerta de entrada).

Él me decía que había sido un delantero veloz y picante. De esos número siete a la antigua que se paran sobre la banda derecha, y vuelven loco a cualquier tres.

Me decía que había jugado en Banfield y en Huracán. Que una mañana de mucho frio, esperando a un fulano que nunca iba a llegar y que le había prometido una prueba en un club importante, empezó a fumar.

Hablábamos de Orteguita, de Enzo y del traspié del descenso a la B. Mientras hacia el asado, cantaba o se abría una cervecita bien fría; el fútbol siempre aparecía y era todo un poco más lindo.

Una vez lo acompañé a mi viejo a unas mini vacaciones a Ibicuy, un pequeño pueblo de la provincia de Entre Ríos en Argentina, de donde es mi abuelo materno y donde el tío solía ir a descansar casi todos los veranos.

Ibicuy es de esos lugares donde el tiempo y los consecuentes recuerdos que emanarán, se perciben de forma diferente. El tren que hace años abandonó esa estación (como en muchos lugares del país en pos de un ingrato «modernismo») olvidó contar la historia de gente que no sabe de inmediatez, ni de Wi fi y que sueña con tardes soleadas y pescas abundantes. Cuando pienso en cómo se dieron los hechos, creo que no había mejor lugar para que ese “media punta derecho», juego de local. Mi tío tenía la sencillez y la bondad de un pueblo del interior.

“Gato” estaba como siempre ahí; y cierta vez fuimos a disfrutar del río porque el calor en la casita era insoportable.

Con mi viejo estábamos siempre con la pelota lista, y como éramos tres futboleros, el partido se iba a dar por generación espontánea.

No estoy seguro, pero creo que ellos eran cuatro y nosotros éramos tres. Este es un dato que no puedo confirmar, pero no creo que encuentren un testigo que me desmienta.

Para hacerle un favor a la memoria emotiva y ponerle la sal de la épica, diré que ellos eran la enorme cantidad de cuatro y nosotros éramos apenas tres.

Mi tío ya tenía cerca de 60 años, pero se notaba que no había mentido. Que conocía el juego, sabía qué hacer y que la pelota y él habían sostenido una hermosa historia de amor que la distancia no cubrió de olvido sino de nostalgia.

Los años habían pasado y el calor de enero no era un buen amigo, pero él se las rebuscaba para demostrar que no estaba dispuesto a dejar pasar esta oportunidad.

El tío quería ganar, y sabía cómo hacerlo: Gambeteaba, la pedía, buscaba como lastimar al rival.

Ellos entendieron que el partido en joda no iba a ser tan en joda, y por suerte para todos el partido se puso picante. Más cuando se pusieron arriba 4 a 2 y se escuchó el grito de gol, corto pero fuerte, que un poco dolió como un gancho al hígado y otro poco hincho las pelotas.

Nos pusimos 4 a 3 faltando poco. La recuperamos inmediatamente, cuando el tío desde la mitad de la cancha y mientras ellos estaban un poco cansados y otro poco distraídos, pateó por el medio y la pelota entró mansa, como un guiño de un viejo amor.

Automáticamente lo miré y él sostenía esa sonrisa inconfundible de nene que acaba de cometer una travesura, por la que sabe perfectamente que no será juzgado.

Una vez, haciendo una crónica de fútbol, conté que jugar era como tener la máquina del tiempo y volver a ser un chico, no sé en qué momento se me ocurrió esa definición medianamente bien pensada, pero estoy seguro que la comprobé en esa sonrisa que me regaló el tío.

El partido terminó en ese momento, un poco porque los dos equipos sabíamos que seguir jugando en estado de calentura era peligroso (y el empate no estaba nada mal) y otro poco porque el calor de ese mediodía hacia más tentador al río.

Luego comimos algo a la parrilla y tipo 6 de la tarde volvimos en el Falcon de mi viejo. Cansados, quemados y felices.

Mi tío se fue a los pocos años, producto de una enfermedad que no le dio respiro y se lo llevó de un momento para el otro, dejando un vacío terrible en toda la familia. No se volvió a ver otra persona tan llena de felicidad y de libertad como él por estos lados.

Antes de que se enfermara, me contó que ese había sido su “último partido” y que, “si seguíamos lo ganábamos”. En todo tenía razón.

Con el tiempo aprendí que para poder disfrutar las mejores cosas de la vida es necesario un pequeño estado de inconsciencia; esquivar el final del camino es la única forma de disfrutar el paisaje.

Ojalá todos tengamos una despedida así de feliz. Como tuvo mi tío “Gato”, ese 7 a la antigua, en aquel estadio hecho con 4 remeras, a orillas del Paraná.

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